Arundhati Chaudhary
El COVID-19 es un fenómeno en evolución. Se originó a partir de un grupo de pacientes con síntomas violentos pero similares de enfermedad respiratoria a los de la gripe viral en Wuhan, China, a fines de diciembre de 2019, que luego se confirmó que era una nueva cepa de Beta-coronavirus, que ilustra la transmisión de murciélagos a humanos con una indicación indefinida de cualquier huésped intermedio. El SARS-CoV-2 se transmite por gotitas respiratorias y fómites y se presenta clínicamente con fiebre, fatiga, mialgia, conjuntivitis, insomnio, disgeusia, dolor de garganta. Sin embargo, algunos con síntomas intensificados hasta el síndrome de dificultad respiratoria aguda acompañados de respuesta de citocinas inflamatorias y falla multiorgánica. El virus se propagó a las fronteras internacionales con extraordinaria ferocidad y velocidad, alargando su curso con un aumento explosivo en el número de muertos a partir de marzo de unos pocos cientos a cientos de miles a superar los 50 millones en la actualidad. La amplia gama en la gravedad de la infección dificulta el acceso a la tasa de infección general. Por ello, existe una inmensa necesidad de métodos de diagnóstico rápidos y precisos para prevenir mejor la propagación de la COVID-19. Para las pruebas, los CDC recomiendan que haya dos tipos de pruebas disponibles para la COVID-19. En primer lugar, una prueba viral le indica si tiene una infección actual. En segundo lugar, una prueba de anticuerpos le indica si ha tenido infecciones previas. La presente revisión analiza la literatura actual sobre las modalidades, incluidas las pruebas de amplificación de ácidos nucleicos (RT-PCR), las pruebas de antígeno viral directo y otras pruebas serológicas basadas en anticuerpos con precisión y eficacia variables, destacando varios enfoques futuros para mejorar la sensibilidad de la prueba y reducir los resultados falsos positivos.
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